miércoles, 20 de febrero de 2013

Cuando los cuentos dejan de serlo.

    Había una vez, en un tiempo y en un lugar no muy lejano al nuestro, una bruja muy bella, muy alta, y tan sola que solo podía ser mentira.
    No tenía castillo, ni escoba, ni pócimas, solo su magia negra que salía del caos del fondo de su ser.

    Vagaba por el mundo destrozando todo lo que encontraba. "Mírala, qué bella", suspiraban las niñas; "mírala, qué alta", señalaban los niños; "mírala, qué mentira", susurraban las viejas. Y solo a ellas sonreía la bruja, antes de incendiar otro tren, o de estrellar otro autobús, o de derrumbar otro edificio.

    Y seguía vagando, ya que nadie podía detenerla, pues no había ser capaz de ahondar en lo más profundo del caos del fondo de su ser. Y seguía huyendo, porque nadie, ni siquiera ella, podía detenerla. Era tan bella, tan alta pero tan mentira que solo ella sabía que no podía controlarse.

    Mientras tanto, en las ciudades estaban atemorizados. Muchos le habrían dado a su primer hijo si se iba de esas tierras, pero eso solo le hacía sufrir más porque no lo quería.

    Ni quería matarlos ni podía dejarlos vivir en paz. "Quizás en el fondo no es tan mala", habría dicho alguna vieja si lo hubiera sabido, "pero sigue siendo mentira y sigue haciéndonos daño".

    Todo esto lo sabía gracias a sus poderes la bella, alta y mentira bruja, y decidió hacer algo. Construir su propia prisión.
    Levantó de la nada un castillo caótico y oscuro, un pequeño agujero de gusano donde acurrucarse en su propio odio y dejar que la olvidaran. Así solo se destruía (más aún) a sí misma.

    Pero antes de encerrarse, colocó una fachada mágica en el castillo, con forma de palacio, muy bello, muy alto, y mentira.

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