domingo, 21 de julio de 2013

Cosas en una carretera y un domingo.

El otro día mis padres se preocupaban por la salud de los carteros (andan cada vez menos pero se siguen muriendo), y juro que no había visto nada tan tierno en mucho tiempo.
Después comenzaron a hablar de su infancia, y todo me lo imaginaba con un filtro en sepia, y con sus mofletes rosados.
Creo que les escuchaba porque les hacía felices contarlo. Debe ser otro modo de hacer el amor: a mí me hace feliz escuchar a gente que ama lo que cuenta, con el brillo en los ojos de que sí, tiempos pasados fueron distintos, pero fueron suyos.
Aunque iba pensando que solo fueron tiempos mejores para los que quedamos por aquí sin haberlos presenciado, pero no para los que los vivieron, porque su tiempo, antes o después, nunca puede ser mejor que ellos.


Quizás me estoy liando, pero es que estoy deseando irme y ya sé lo que voy a echar de menos: lo he guardado en el fondo de una maleta que aun no he llenado, bajo la ropa interior que sigue en el cajón y junto el maquillaje,

para qué os voy a engañar, acabaré metiéndolo todo en un gurruño de lágrimas, risas, repelente de mosquitos en cantidades industriales y calcetines, y cuando tenga que sacar algo de la maleta me encontraré con algún momento que se deslizó, antes de que pusiera el candado, para sorprenderme con las defensas bajas.
Y si lloro será porque decir adiós también pica bastante, -abrazos de chile-.

En realidad, soy lo suficientemente insensata como para que los cambios no me den demasiado fuerte en la cara y

podemos seguir sobreviviendo un poco porque también tengo miedo de sobra para todos.

Menos mal que también podemos repartirnos mi alegría.


Pero bueno
ya sabéis,
a mí la vida entera me sabe a despedida.

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